domingo, 2 de octubre de 2011

Apu Inti, dorado dios del sol, subyugada deidad Inca. (20/10/09)


Espoleado por un agradable sentimiento de satisfacción, fruto de la circunstancia de sentir al fin cómo alguien, después de tanto tiempo, vuelve a leer estos humildes y breves esbozos de saber, hoy he decidido continuar llenando una vez más esta especie de diario tecnológico. Es casi indescriptible, la sensación de regocijo que produce en mí mente, el hecho de llenar páginas nuevamente con ideas y retazos, de todo cuanto me apasiona.
En esta ocasión, creo apropiado hablar sobre un emplazamiento mítico, situado allende los mares. Su nombre es Coricancha, y su esencia, la de una cultura que en su tiempo demostró, como tantas otras, que era capaz de plasmar la belleza de sus pensamientos sobre un montón de obras de arte, difícilmente emulables. Y es que a lo largo de la historia, los pueblos y civilizaciones que han poblado nuestro amado planeta, a parte de por desgracia demostrar un belicoso afán de subyugar a sus vecinos, también en numerosas ocasiones han demostrado una especial sensibilidad, a la hora de revelar su lado más divino. Es cierto que los Incas fueron crueles en muchos aspectos, pero también lo es el hecho, de que nos legaron un sinfín de tesoros culturales. Entre otros, uno de los que siempre me ha fascinado más, desde que tuve consciencia de su existir, es el del templo de Coricancha. Era un recinto sagrado, que en su interior albergaba todo un prodigio, fruto de la mano del hombre. Parece ser que se trataba de un auténtico bosque de oro, una resplandeciente réplica de lo que puede obrar la naturaleza, donde no faltaban aves, vegetación, y muchas otras maravillas. Por desgracia, el implacable paso de los conquistadores españoles, hizo que toda esa magia se convirtiera finalmente en burdos lingotes, tras fundir toda la magnificencia que antaño representara tan preciado metal. Hoy día, sobre lo que fue en otro tiempo, uno de los elementos más importantes de aquel aplastado imperio, se erige la iglesia de Santo Domingo, para mi, triste recordatorio de lo que algunas culturas pueden provocar a otras, cegadas por un sediento afán de poder. Tal vez este lugar fuera uno de los motivos más relevantes, por los que se propiciara la leyenda del Dorado. A colación de todo esto, me viene a la memoria esa deidad solar, que los incas adoraban, y cuyo reflejo creían observar sobre la superficie de ese metal dorado, en la que sin embargo, otras culturas tan solo ven una fuente de poder y riquezas. Un bálsamo con el que poder curar sus heridas más profundas, fruto de una avaricia desmedida.

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