sábado, 1 de octubre de 2011

Al caer la noche, las luciérnagas despliegan su magia. (6 de Ago de 2010, a las 20:31)


Una vez más me entrego con los ojos cerrados a los brazos de mis amadas las letras. Ellas sabrán arroparme como acostumbran en su regazo, enjugando con ternura el llanto desconsolado que desborda tras los acantilados de mis párpados. El traicionero y repentino zumbido de mi teléfono móvil, me devolvió con brusquedad esta tarde a la cruda realidad, tras varias horas de transitorio trance, de incierto estado hipnótico, fruto del largo viaje y su correspondiente entumecimiento de los sentidos. Sería inapropiado por mi parte usar la palabra tristeza para describir el estado anímico que me sobrevino de golpe tras la llamada, pues los rescoldos aún crepitantes del recuerdo de los acontecimientos cercanos, lo que en mi espíritu han dejado es más bien pura nostalgia. Tampoco fue la llamada, ni mi interlocutor, lo que provocaron directamente todas estas sensaciones dentro de mí, puesto que nada tenían que ver, ni mensaje ni mensajero, en todo lo que después me sobrevino de improviso. La llamada como digo, no tiene directa importancia, simplemente fue el hecho de haber sido despertado tan repentinamente lo que desencadenó mi desasosiego, y por tanto, no veo de vital importancia el plasmar aquí el contenido de la conversación, ni la identidad de la persona que hablaba al otro lado. Lo que sí quisiera constatar es el hecho de que el sobresalto me trajo de vuelta a la realidad, y fui por fin consciente después de mi largo viaje, de la desalentadora certidumbre. Ahora, estoy lejos de ti una vez más. Los recuerdos se agolpan en mi mente lúcida, después de que el traicionero despertar abriera al fin las puertas de la vigilia de par en par. Cada momento compartido, cada secreto susurrado al oído, cada caricia deslizándose por mi piel,cada sonrisa iluminando tu bello rostro, ha vuelto a cobrar vida en la habitación de mis pensamientos. Rememoro esos instantes junto a la orilla pedregosa del río, sentados sobre un banco de piedra, muy pegados el uno junto al otro, y no puedo evitar sentir tristeza ante el hecho de que ya forman parte de un pasado, que aunque cercano en el tiempo, se me antoja terriblemente remoto. También puedo recrear en mi memoria tu fascinación al mirarme a los ojos, tu traviesa forma de besarme al calor de nuestros cuerpos en mitad de un ardiente crepúsculo, y tu gesto de regocijo cuando te acurrucabas a mi lado, simplemente para oír mis ininterrumpidas divagaciones. El atardecer alargaba las sombras cuando tu y yo regresábamos dulcemente adormilados a tu hogar, y los campos dorados resplandecían una última vez a los lados del camino, antes de que el fuego carmesí del ocaso ahogara sus últimos rayos tras el horizonte. En esos momentos te miraba de soslayo, divertido ante los gestos de niña enamorada que asomaban a tu rostro, dando pinceladas de alegría en cada centímetro del mismo. Podría estar eternamente detallando cada experiencia compartida maravillosamente con la hechicera de mis sueños, y sin embargo, en estas últimas palabras que plasmo en mi apasionada reflexión, prefiero dejar constancia de otra realidad mucho más alentadora. Es la certeza de saber que nuevos recuerdos están aún por venir, para ir completando esta historia que promete extenderse en los años venideros. Por cierto, he de mencionar por último, que el título que da paso a este texto, hace referencia a un bonito acontecimiento que tan sólo ambos conocemos.
Las luciérnagas despliegan con silenciosa elegancia sus encantos, al amparo del crepúsculo estival.

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